Reflexión 01 de Octubre 2020

Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas, pero no tengo amor, nada gano con eso. (1 Corintios 13. 1-3)

Hoy podemos leer un hermoso pasaje que pertenece a la primera carta que el apóstol Pablo escribió a los corintios en el año 54-55 d.C. aproximadamente, cuando se encontraba en Efeso. Es una carta de exhortación e instrucción del apóstol, que obedece a circunstancias conflictivas que estaban sucediendo en la Iglesia y que los hermanos de Corinto le hicieron saber a Pablo, amén de preguntas que también le hicieron y que el apóstol se encarga de responder en esta carta.

Una de los conflictos que estaban tensionando la Iglesia era la manifestación de los dones espirituales generándose al interior de la comunidad cierto elitismo y división en razón de otorgar mayor espiritualidad a ciertos dones, en desmedro de los otros (el hablar en lenguas, por ejemplo).

El apóstol Pablo, por esta razón, desarrolla una detallada reflexión y enseñanza sobre los dones en los capítulos 12 y 14 de Corintios, pero haciendo presente al final del capítulo 12, en el verso 31, lo siguiente: Ustedes, por su parte, ambicionen los mejores dones. Ahora les voy a mostrar un camino más excelente”.

La expresión “camino más excelente” también puede ser traducida como “un progreso o modo que excede la marca usual, que va más allá que los demás”, haciendo presente que lo que va a compartir supera la tenencia del “mejor don” que ellos pudieran anhelar.

Y en este contexto, Pablo les enseña que había otra expresión del poder de Dios en la vida del creyente que, por lejos, superaba la de los dones, y claramente se destacaba. Una expresión y manifestación poderosa, de gran relevancia y preeminencia y que era  el “amor de Dios”, el amor ágape. El apóstol hacía presente que este amor estaba como compendio y síntesis, sobre todas las fuerzas y poderes; por sobre el hablar en lenguas, por sobre la profecía y la ciencia, por sobre la fe y la misericordia, como lo señalan los versos de hoy que guían la reflexión.

Nada se igualaba al amor de Dios en la vida del creyente, afirmaba Pablo, era el mayor de los dones del espíritu y los demás dones estaban subordinados a él, no en el sentido de una gradación, sino como fuerzas parciales de una potencia poderosa que lo penetra y vivifica todo. Por ello es que al final de esta reflexión Pablo les escribe: Ahora, pues, permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más excelente de ellas es el amor (1 Corintios 13. 13)

Queridos hermanos y hermanas, desde el comienzo de la historia de la Iglesia muchos han aspirado a expresar los dones del Espíritu y lamentablemente, al igual que los corintios, le han atribuído mayor espiritualidad a algunos por sobre otros, pero nada supera a la manifestación del poder del “amor de Dios” en la vida del creyente. Por esta razón, Pablo se encargó de caracterizar este “amor”, de perfilarlo de alguna manera para que los corintios pudiesen entender, precisamente, que en sus problemas de división al interior de la Iglesia, la fuerza y el poder de este amor de Dios, unía y edificaba la comunidad. Y escribió: “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue, mientras que el don de profecía cesará, el de lenguas será silenciado y el de conocimiento desaparecerá. (1 Corintios 13. 4-8).

¡Que maravillosa esperanza para nuestras propias vidas hoy!. Saber que el poder del amor de Dios está en cada uno de nosotros nos debiera llenar de alegría y gratitud, como también hacernos sentir la responsabilidad de expresarlo cada día en el lugar que Dios nos ha puesto, con las personas con las cuales nos relacionamos, ya sea cónyuge, familia, amigos, colegas, vecinos, y muchos más. Porque si hay algo de lo cual debemos estar seguros es que: “…Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado (Romanos 5. 5). ¡Amén y amén! ¡Gracias Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.