Reflexión 02 de Diciembre 2020

‘… Dios envió al ángel Gabriel a Nazaret, pueblo de Galilea, a visitar a una joven virgen comprometida para casarse con un hombre que se llamaba José, descendiente de David. La virgen se llamaba María. El ángel se acercó a ella y le dijo: “¡Te saludo, tú que has recibido el favor de Dios! El Señor está contigo”. Ante estas palabras, María se perturbó, y se preguntaba qué podría significar este saludo. “No tengas miedo, María; Dios te ha concedido su favor” —le dijo el ángel— “Quedarás encinta y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será un gran hombre, y lo llamarán Hijo del Altísimo. Dios el Señor le dará el trono de su padre David, y reinará sobre el pueblo de Jacob para siempre. Su reinado no tendrá fin”. (Lucas 1. 26 – 33)

Hoy, 2 de diciembre, he traído a consideración de ustedes el mismo texto del día de ayer con el propósito de seguir explorándolo y meditando en él, por cuanto se le anunciaba a una sencilla mujer, María, el mayor acontecimiento de que tenga conocimiento la historia de la humanidad: el nacimiento del Salvador.

Dios le avisaba a María que había sido elegida para llevar en su vientre a Jesús, el Hijo del Altísimo, como se lo dijo el ángel Gabriel. Pero, ante la sorpresa de ella, por cuanto era virgen, el ángel le hace presente que la obra maravillosa de la concepción de la vida la iba a realizar el Espíritu Santo, como lo expresa el relato un poco más adelante cuando se describe el diálogo: “—¿Cómo podrá suceder esto —le preguntó María al ángel—, puesto que soy virgen?; —El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios”. (Lucas 1. 34, 35)

Queridos hermanos y hermanas, la misericordia de Dios nos permite observar en éstos relatos la presencia maravillosa del Dios Trino en toda la estrategia y concreción del cumplimiento de Su revelación suprema, el arribo a la escena humana de la persona de Su Hijo, Jesucristo, a través del cual quería entregar un mensaje de paz y esperanza, un mensaje de perdón y reconciliación. Mucho tiempo después el autor de Hebreos lo expresaría así: “Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas… en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo. El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Hebreos 1. 1-3).

Dios, el Padre, enviaba el anuncio, a través de un ángel, de que Su Hijo, Jesucristo, debía nacer por sus designios, y que el poder de Su Espíritu era el encargado de ejecutar Su voluntad con poder sobrenatural en la vida de María.

Desde el inicio de la manifestación de Dios en la historia humana, y desde siempre, el Dios Trino se ha hecho presente reflejando una unidad a toda prueba, una consecución unánime del logro final: la redención del hombre y la mujer, la reconciliación con sus criaturas. Las tres personas de la Trinidad “en línea” con un solo propósito: la salvación del hombre y la mujer. ¡Aleluya!

Y en este relato también lo vemos, y usando como puente la vida sencilla, desconocida para la sociedad de su época, de una joven mujer como María.

Hermanos y hermanas queridos, si bien es un relato muy conocido, muy enseñado y compartido, representado incontables veces en diferentes culturas y épocas, no deja de maravillar la expresión del poder sobrenatural del Dios Trino que con amor y delicadeza busca al hombre y a la mujer para manifestarle su Gracia; y lo hace, precisamente como este relato nos lo enseña, incorporándole a la vida humana natural Su manifestación poderosa espiritual y sobrenatural. Y éste relato nos lo muestra en toda su dimensión. ¡Gracias Señor!

Y el nacimiento del Hijo de Dios, Jesús, nos recuerda precisamente eso: la voluntad de Dios de que Su Hijo también nazca en nuestro corazón, uniendo también en nosotros, al igual que en María, lo sobrenatural de Su poder, con lo natural de nuestra vida, a través de la fe en Su Hijo y con la ayuda de Su Espíritu. ¡Aleluya! ¡Gracias Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.