Reflexión 04 de Julio 2020
“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”(Mateo 5. 6).
Estos últimos días nos hemos acercado a las enseñanzas de Jesús en el Sermón de la Montaña y dijimos que era imposible vivirlas si previamente no comenzaba en nosotros una transformación profunda de nuestro corazón. Esta transformación la iniciaba y realizaba Dios a través del reconocimiento de nuestra necesidad de Él, y del arrepentimiento de nuestro pecado. Pablo lo expresó así a los hermanos de Filipos, “… el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo…” (Fil. 1. 6). En otras palabras, debemos permitir que Dios inicie en nosotros una obra de transformación profunda para así, recién, poder vivir las enseñanzas de Jesús.
Pero esto es solo el comienzo, por cuanto la experiencia de la obra regeneradora de Dios en el discípulo, lo impulsa a manifestar en su propia vida Su voluntad. No es una experiencia privada, oculta, que nadie pueda advertir. Por el contrario, el discípulo, o discípula, exterioriza, manifiesta y testifica de lo que comenzó a suceder en su vida; como dijo el ciego de nacimiento sanado por Jesús a los fariseos que lo interrogaban, “… una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo…” (Jn. 9. 25).
En consecuencia, el discípulo comienza a entender la necesidad de que otros puedan conocer a Jesucristo, comienza a desarrollar un sentido de justicia y generosidad profunda y sincera. Entiende la urgencia de la manifestación del Reino de Dios y es capaz de leer los sucesos, tendencias, valores y principios que rodean su vida y no permanece indiferente, impávido, distante, ante la injusticia humana, egoísta, violenta y abusiva.
Jesús lo retrata como aquél, o aquella, que experimenta hambre y sed de una verdadera justicia. Un discípulo que no se queda solo con la justicia que Dios ha obrado en su vida al perdonar sus pecados, tampoco se queda tan solo con el esfuerzo de llevar su vida a una justicia moral en sus actos, dichos y pensamientos, sino que, además anhela una genuina justicia para el débil, para el pobre, para el marginado, para el discriminado. Entiende que el Reino de Dios ha llegado a su vida, y que no es su justicia la que debe anhelar y encarnar, sino una superior, la justicia de Dios. Jesús también lo señaló un poco mas adelante en el Sermón a sus discípulos, “… les digo a ustedes que no van a entrar en el reino de los cielos a menos que su justicia supere a la de los fariseos y de los maestros de la ley” (Mt. 5. 20).
Precisamente, y por esta razón, es que el discípulo de Jesús debe insertarse en la sociedad y cultura en que vive. No puede refugiarse en “ghettos”, no puede marginarse de lo que sucede en su familia, en su comuna, en su ciudad, en su país, en la sociedad. Debe “encarnarse” cuidando que su corazón no sea influenciado, pero también cuidando que su anhelo de justicia sea la del Reino de Dios, y no su propia justicia.
“Si reconocen que Jesucristo es justo, reconozcan también que todo el que practica la justicia ha nacido de él” (1 Juan 2. 29).
¡Que Dios nos ayude!
Pr. Guillermo Hernández P.