Reflexión 05 de Agosto 2020
“… para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”. (Juan 17. 21)
Esta es parte de la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, momentos antes de ser tomado preso para ser crucificado. Su clamor fue por sus discípulos, no sólo por los que le acompañaron en sus tres años de ministerio, sino también “por los que han de creer en mí por la palabra de ellos”, como el mismo Jesús oró a su Padre.
En su oración Jesús nos involucró a todos de una manera sobrenatural. Rogó al Padre para que los suyos fueran uno, es decir vivieran la unidad como testimonio evangelístico y misionero. Su deseo, reflejado en su oración, traspasó la barrera del tiempo, del espacio, de condiciones socio- económicas, de afinidades e intereses comunes, de parentesco, etc. Jesús clamaba de manera que ninguna barrera los separara, que comunitariamente expresaran y confirmaran, a través de la unidad, el plan de redención de su Padre al haberlo enviado a él a la tierra.
Pero el deseo de Jesús de ver a los suyos unidos, no se sustentaba en un sentir emotivo, de filiación, o de adhesión ideológica. Jesús ponía como paralelo de esta unión entre los suyos, la misma unidad que había entre él y su Padre. Oraba, “cómo tú, oh Padre en mí y yo en ti”, ó como dice a continuación, “para que sean uno, así como nosotros somos uno”.
En varias oportunidades Jesús se refirió a esta comunión con su Padre. El evangelio de Juan lo expresa al reproducir sus propias palabras: “Ciertamente les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su propia cuenta, sino solamente lo que ve que su Padre hace, porque cualquier cosa que hace el Padre, la hace también el Hijo.” (Juan 5. 19).
A uno de sus discípulos, Felipe, quién le preguntó por el Padre, Jesús le respondió, “—¡Pero, Felipe! ¿Tanto tiempo llevo ya entre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo puedes decirme: “Muéstranos al Padre”? ¿Acaso no crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí? Las palabras que yo les comunico, no las hablo como cosa mía, sino que es el Padre, que está en mí, el que realiza sus obras.” (Juan 14. 9, 10).
De ésta unidad maravillosa entre el Hijo y el Padre, además del Espíritu Santo, se configuró todo el plan y el propósito de Dios para redimir al hombre y la mujer. De ésta unidad surgió el amor, la gracia y la misericordia que transformó la miseria en riqueza, la amargura en gozo, la tristeza en esperanza y la muerte en vida. Fue una unidad prolífera que generó vida abundante, vida eterna.
Por esta razón, y sin duda muchas otras, es que el ruego de Jesús fue por la unidad de los suyos, pues en ésta unidad también se iba a manifestar el poder de Dios. El mundo iba a creer en Él. Increíblemente no iban a creer por los milagros portentosos, sino por el testimonio de unidad, paciencia, tolerancia y amor, que iban a vivir los suyos.
Momentos antes de ser arrestado Jesús, les había dicho a sus discípulos, “Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros. De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Juan 13. 34, 35). Jesús les hizo un serio llamado al amor mutuo, pero con un nuevo desafío: debían hacerlo cómo “Él los había amado”, condición esencial para cuidar y mantener la unidad comunitaria que debía dar testimonio de Él, aspecto prioritario en la visión misionera de Él y su Padre.
Queridos hermanos y hermanas que Dios nos ayude a cuidar la unidad de la comunidad de Dios, no a través de nuestras simpatías o afinidades, o de nuestras amistades o lazos sanguíneos. La manera como lo enseñó Jesús, comienza con haber experimentado Su amor. Y en ésta realidad evangelizamos de manera natural, y ¡Él se glorifica! ¡Ayúdanos Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.