Reflexión 08 de Diciembre 2020
A los pocos días María emprendió viaje y se fue de prisa a un pueblo en la región montañosa de Judea. Al llegar, entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet. Tan pronto como Elisabet oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre. Entonces Elisabet, llena del Espíritu Santo, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz! Pero ¿cómo es esto, que la madre de mi Señor venga a verme? Te digo que tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre. ¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá!”’ (Lucas 1. 39-45).
Volvemos hoy al mismo pasaje que nos convocó ayer y que relata el encuentro entre María y su parienta Elisabet, ocasión en que ésta última manifiesta su alegría por lo sucedido a ella y a María. Dijimos, además, que Elisabet le aseguró a María que lo que el Señor le había dicho se iba a cumplir, porque ella era un testimonio vivo de la promesa hecha por Dios para concebir y dar a luz un hijo, a pesar de haber sido estéril y de edad avanzada.
Hoy quisiera hacer notar otros aspectos que es posible observar en el relato. El primero de ellos es que, al parecer, María no le alcanza contar a Elisabet lo que el ángel Gabriel le había comunicado, sin embargo, ella exclama reconociendo en María el favor de Dios y le dice: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz!”.
Pero, además, el texto señala de manera explícita que la expresión de Elisabet, al ver a María, fue provocada por la llenura del Espíritu Santo que ella experimentaba y que le revelaba el milagro del cual María era protagonista. Asimismo, la llevó a reconocer la “estatura” del niño que llegaba al vientre de María, y por ello también exclamó: “¿cómo es esto, que la madre de mi Señor venga a verme?”. Aún cuando Jesús no había nacido podemos observar como la presencia del Espíritu de Dios, en la vida de Elisabet, le revelaba quién era el niño que comenzaba a gestarse en el vientre de María, y lo reconoce como “su Señor”.
Qué imagen más maravillosa, queridos hermanos y hermanas, dos mujeres sencillas, anónimas en su época, viviendo sin lugar a dudas la realidad social y cultural que vivían las mujeres de ese entonces, sufriendo un marcado machismo y discriminación, se encuentran de un momento a otro en el centro de la voluntad de Dios, protagonistas absolutas de los planes de Dios para bendecir a toda la humanidad a través de la llegada de su Hijo.
Qué suceso más intenso, queridos hermanos. Mientras el mundo se desarrollaba, y las actividades humanas se desenvolvían conforme a las circunstancias que la historia universal nos informa ocurrían en aquella época, Dios se hacía presente en la vida de dos mujeres, honrándolas y consagrándolas, porque sus vidas eran muy importantes para los planes de reconciliación y paz que Él tenía en su Hijo.
Y no cometamos el error garrafal de pensar que sólo era una instrumentalización de sus vidas, de parte de Dios. En absoluto. Y la prueba más evidente de que no fue así, es la presencia del Espíritu Santo en sus vidas, que lleva a una de ellas a adorar y reconocer al niño Jesús que aún no nacía, cómo el Señor. ¡No sólo recibían de Dios su favor, sino que también su revelación!¡Aleluya!
Queridos hermanos y hermanas, una correcta lectura e interpretación de los hechos narrados en la Biblia nos lleva a entender, con la ayuda del Espíritu Santo, que los planes de Dios, la obra de redención de Dios en su Hijo Jesús, incorporó a lo largo del tiempo a hombres y mujeres que le creyeron y obedecieron. Grandes hombres como Abraham, José, Moisés, Josué y otros, fueron usados por Dios poderosamente, pero también grandes mujeres como Débora, Ana, Rut, Ester. Y ahora, en la concreción misma de la promesa de Dios de enviar a su Hijo Jesús y vivir la experiencia humana, comenzando por su nacimiento, Dios llama a María y Elisabet. ¡Aleluya!
Pr. Guillermo Hernández P.