Reflexión 08 de Julio 2020
“Ustedes han oído que se dijo: ‘No cometas adulterio’. Pero yo les digo que cualquiera que mira a una mujer y la codicia ya ha cometido adulterio con ella en el corazón. Por tanto, si tu ojo derecho te hace pecar, sácatelo y tíralo… Y, si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala…” (Mateo 5. 27-30).
En los versos de hoy Jesús hace mención al séptimo mandamiento con la misma profundidad e interpretación que le dio al sexto, cuando señaló que “no matar al prójimo” no era suficiente para creer que se cumplía, pues lo verdaderamente importante era la intención del corazón y como éste influía directamente en el trato que le dábamos a los demás, pudiéndoles afectar seriamente sus vidas.
Ahora, Jesús se refiere a la codicia y la pasión que tienta los pensamientos y la sexualidad de sus discípulos. Mal podríamos creer que excluye a la mujer o a los solteros porque habla de “adulterio”, o que solo se refiere a los hombres. Siendo honestos, y reconociendo los tiempos que vivimos, es evidente que la amplitud de la enseñanza involucra a todos por igual.
Y la razón de lo anterior es que Jesús introduce, una vez más, la importancia de los pensamientos y del mundo interior de las personas, aquello que no se ve, pero que le da la verdadera “consistencia” al hombre y la mujer de Dios. Jesús advierte del peligro que significa el deseo codicioso que surge del corazón, estimulando la fantasía y la imaginación que se apoderan del pensamiento y llevan al hombre o la mujer a pecar, deteriorando su pureza sexual y su relación con Dios.
El apóstol Santiago lo dice de manera magistral en su carta: “Que nadie, al ser tentado, diga: «Es Dios quien me tienta.» Porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni tampoco tienta él a nadie. Todo lo contrario, cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1. 13-15).
Pero Jesús no solo plantea el desafío del dominio propio en la contención de la pasión descontrolada, sino que también señala la importancia de ésta en la administración de lo que deben mirar los ojos. Hay una conexión directa en la enseñanza de Jesús entre los ojos y el corazón, de cómo éstos permiten la contaminación del corazón haciéndole caer vertiginosamente hasta arrastrar al hombre o mujer, a una condición miserable de descontrol y pecado. En éste mismo Sermón de la Montaña, Jesús les manifiesta a sus amigos un poco más adelante: “El ojo es la lámpara del cuerpo. Por tanto, si tu visión es clara, todo tu ser disfrutará de la luz. Pero, si tu visión está nublada, todo tu ser estará en oscuridad…” (Mateo 6. 22, 23)
Por ello entonces la radicalidad del consejo de Jesús, que metafóricamente desafía a sus discípulos a cortar de raíz aquello que permite ésta contaminación del corazón. Ojos y manos deben ser “cortados” como si quisiera decirnos que, definitivamente, hay cosas que no debemos ver y otras que no debemos hacer, incorporando a la decisión del discípulo la responsabilidad por la manera en que organiza y distribuye su vida y su tiempo diarios.
Queridos hermanos y hermanas, las condiciones actuales que rodean nuestra vida ejercen una gran presión sobre nuestros pensamientos y mundo interior, y a pesar de la crisis que se ha desencadenado en éstos últimos meses, debemos evitar ser estimulados por la “sensualidad” de una “cultura de imágenes” que estimula despiadadamente nuestros “sentidos” para desear tener, o desear ser, lo que no tenemos o lo que no somos. La verdad es que la pandemia no ha cambiado ésta característica cultural de nuestra sociedad, donde la “sexualidad” es lo más explotado debido a la importancia en la identidad de los individuos.
Dios nos hizo seres sexuales, y nos definió el orden en que debíamos vivir ésta sexualidad, el matrimonio entre hombre y mujer. Y todo aquello que atente contra éste orden debe ser erradicado, porque tristemente compromete la pureza del corazón del verdadero discípulo y lo arrastra hacia la condición trágica de una separación con Dios.
Pr. Guillermo Hernández