Reflexión 09 de Septiembre 2020

“¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no le das importancia a la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Déjame sacarte la astilla del ojo, cuando ahí tienes una viga en el tuyo?” (Mateo 7. 3, 4)

Una vez más estamos frente a una enseñanza de Jesús a sus discípulos, en su Sermón de la Montaña. Los versos de hoy tienen que ver con la calidad de las relaciones humanas que deben tener sus discípulos. Jesús no espera que la comunidad cristiana sea perfecta. Por el contrario, da por sentado que habrá quienes procederán mal y que esto dará lugar a tensiones, a problemas de relaciones. En particular, ¿cómo debería el cristiano conducirse con un hermano que se ha portado mal?

Para enseñarnos a construir relaciones humanas respetuosas y compasivas, Jesús nos cuenta ahora una pequeña parábola sobre los «cuerpos extraños» que están en los ojos de las personas; briznas de polvo por un lado, y vigas o troncos por el otro.

Anteriormente, Jesús había expuesto nuestra hipocresía en relación con Dios, cuando enseñó a sus discípulos a orar. En aquella ocasión, mencionó nuestra hipocresía de practicar la oración delante de los hombres para ser vistos por ellos; ahora expone nuestra hipocresía en relación con los demás cuando nos inmiscuimos en sus “pecadillos”, mientras fracasamos en enfrentar nuestras propias faltas más graves.

He aquí otra razón por la cual somos incompetentes para ser jueces: no sólo porque somos seres humanos falibles, sino también porque somos seres humanos caídos. La caída nos ha hecho a todos pecadores. Por eso, no estamos en condiciones de erigirnos en jueces de nuestros hermanos; no estamos calificados para subir al estrado.

Tenemos una fatal tendencia a exagerar las faltas de los demás y a reducir la gravedad de las nuestras. Parece que nos resulta imposible, al compararnos con los demás, ser cuidadosamente objetivos e imparciales. Por el contrario, tenemos una perspectiva alegre y optimista de nosotros y una perspectiva ácida de los otros. En realidad, lo que hacemos a menudo es ver nuestras propias faltas en otros y juzgarlas de manera vicaria. De esa manera, experimentamos de manera mentirosa el placer de la rectitud propia, pero sin el dolor de la penitencia.

Por eso ¡hipócrita! es aquí una expresión clave. Además, esta clase de hipocresía es la más desagradable porque un acto aparente de bondad, cómo quitar una brizna de polvo del ojo de alguien, se convierte en el medio de “inflar” nuestro propio ego. La inclinación a censurar, escribe A. B. Bruce, teólogo escocés del siglo XIX, es un «vicio farisaico, de exaltarnos nosotros mismos a costa de desacreditar a otros, un medio muy barato de obtener superioridad moral».

La parábola del fariseo y el recaudador de impuestos fue el comentario de nuestro Señor sobre esta perversidad. Se las contó “a unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros». El fariseo, al decir “te doy gracias porque no soy cómo éste” hizo una comparación inexacta y odiosa, exagerando su propia virtud y el vicio del recaudador de impuestos.

Lo que deberíamos hacer, en cambio, es aplicarnos una norma por lo menos tan estricta y tan exigente como la que aplicamos a otros. Como dijo Pablo, «Si nos examináramos a nosotros mismos, no se nos juzgaría…» (1 Corintios 11. 31), es decir, no sólo escaparíamos al juicio de Dios, sino que también estaríamos en condiciones de ayudar humilde y mansamente a un hermano que está errado. Habiendo sacado, primeramente, la viga de nuestro propio ojo, veremos claramente para quitar la paja del ojo del hermano.

Hermanos y hermanas queridos, pidámosle al Señor nos ayude, en éste día, a considerar esta enseñanza, de modo de relacionarnos con los demás con una perspectiva diferente de vida en torno a la compasión y misericordia, de modo de aceptar y amar a los demás. ¡Ayúdanos Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.