Reflexión 10 de Diciembre 2020

 Entonces dijo María:

«Hizo proezas con su brazo; desbarató las intrigas de los soberbios. De sus tronos derrocó a los poderosos, mientras que ha exaltado a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidió con las manos vacías…» (Lucas 1. 46-55).

Los versos de hoy también son parte de la Oración de María, en la cual reflexionamos ayer; sin embargo, corresponden a otra parte de ésta Oración que ella elevó a Dios con ocasión de su visita a Elisabet. Recordando los versos en los cuales reflexionamos ayer, pudimos comprender como María agradecía a Dios el haberla escogido y le exclamaba “… mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva…”.

Pero los versos de hoy permiten comprender aún más el corazón de María y lo que el anuncio de que sería la madre de Jesús en su dimensión humana, le había provocado.

En ésta parte de su oración, María ya no mira su mundo interior expresándole a Dios su gratitud y alegría. Su mirada ahora es mucho más global, amplia, y reconoce la providencia de Dios en el mundo, el quehacer de Él sobre todo en medio de los fuertes, de los poderosos, de los soberbios, de los ricos.

Expresa abiertamente la influencia y voluntad soberana de Dios en el quehacer mundial reconociendo su predilección por los débiles, por los humildes y por los hambrientos, hasta tal punto que no duda en socorrerlos, en auxiliarlos.

Al igual que en la primera parte de su Oración, María invoca algunos pasajes del Antiguo Testamento, especialmente del libro de Job que en su cuarto discurso afirma: “Él pone en ridículo a los sacerdotes, y derroca a los que detentan el poder. Acalla los labios de los consejeros y deja sin discernimiento a los ancianos. (Job 12. 19, 20), cómo también lo que éste libro afirma un poco antes, cuando expresa: Él enaltece a los humildes y da seguridad a los enlutados. Él deshace las maquinaciones de los astutos, para que no prospere la obra de sus manos. (Job 5. 11, 12).

El anuncio del nacimiento de Jesús, desde su vientre, y la presencia del Espíritu Santo en su vida, hizo de María una verdadera mujer “adoradora de Dios” reconociéndole su permanente compromiso en la defensa y sustento de los más débiles.

Y ella entendía que también era un fiel testimonio de ésta manifestación poderosa de Dios a través de su vida, exaltándola hasta elegirla como la madre de su Hijo Jesús. ¡Hermanos y hermanas queridos, que manera más maravillosa de Dios de privilegiar lo humilde, lo débil, aquello que es ignorado, o que humanamente no tiene importancia!

Su propio Hijo, del cual el evangelio de Juan señala: “En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba con Dios en el principio. Por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir”.  (Juan 1. 1-3), llegaba a la tierra con la fragilidad de un bebé, naciendo desde el vientre de una sencilla y frágil mujer, a pesar de que “… por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir”, como afirma el evangelio de Juan.

El nacimiento de Jesús dio testimonio que el poder de Dios no se identificó con el poder y gloria humanas de la época, sino con la sencilla imagen de una joven madre que recibía un bebé en el seno de una familia sencilla. Y María lo reconocía, lo agradecía y lo manifestaba en su Oración adorando y alabando a Dios. ¡Aleluya! ¡Gracias Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.