Reflexión 10 de noviembre 2020

«Nadie es santo como el Señor; no hay roca como nuestro Dios. ¡No hay nadie como él!» (1 Samuel 2. 2)

El verso de hoy es el comienzo de la oración de Ana en gratitud por el hijo que Dios le permitía tener. Ella había sido estéril y en una cultura como la judía eso era visto como una maldición. Pero Dios, ante su ruego y clamor, le concede un hijo, el profeta Samuel, y esto cambia radicalmente su vida. Su alegría era indescriptible y por ello declara “¡no hay nadie como Él!” porque Dios había intervenido en su historia de vida, ¡y de qué manera!

Ni siquiera su esposo Elcaná había podido entender su dolor y sufrimiento por la burla y prejuicio de que era objeto, por lo que significaba en aquella cultura no ser madre; incluso en una oportunidad se atrevió a decirle torpemente: “Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿Por qué estás resentida? ¿Acaso no soy para ti mejor que diez hijos?” (1 Samuel 1. 8).

Sin embargo, Dios no había dicho la última palabra en su vida, y lo imposible para los ojos y entendimiento humanos, que la determinaban y la condenaban a la resignación y frustración de no poder ser madre, se revirtió por la obra misericordiosa de Dios al escuchar sus súplicas y oración.

Por ello brota en ella el reconocimiento y gratitud para Dios. Le reconoce su pureza e inmutabilidad, como también aquella firmeza y fortaleza que le permitía descansar en Él, poner su vida y confianza en Él.

Pero el Dios de Ana también es el nuestro y al igual que en ella, ¡también ha intervenido poderosamente en nuestra vida al concedernos una nueva vida!; la muerte y el pecado ya no tienen dominio sobre nosotros y hemos pasado de muerte a vida. ¡Dios nos ha engendrado desde la misma muerte!; Jesús lo expresó así: Ciertamente les aseguro que el que oye mi palabra y cree al que me envió tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Juan 5. 24).

Por eso nuestro corazón debe estar agradecido a Dios, y al igual que en Ana, debe brotar de él un cántico de gratitud y adoración que debemos verbalizar en nuestros momentos a solas con Él… tal como lo escribió el salmista: «Puse en el Señor toda mi esperanza; él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor.  Me sacó de la fosa de la muerte, del lodo y del pantano; puso mis pies sobre una roca, y me plantó en terreno firme.  Puso en mis labios un cántico nuevo, un himno de alabanza a nuestro Dios. Al ver esto, muchos tuvieron miedo y pusieron su confianza en el Señor» (Salmos 40. 1-3)

Ésta hermosa realidad que Ana y nosotros hemos vivido, debe animarnos a enfrentar hoy lo que estamos viviendo con la seguridad y certeza que no hay nada imposible para Dios, que somos sus hijos profundamente amados por Él, y que por consiguiente no estamos abandonados a “nuestra suerte”, ni menos determinados por las circunstancias que nos rodean. Somos de aquellos que podemos “caminar” sobre las aguas… ¡Aleluya! ¡Somos hijos de un Padre bueno y poderoso, porqué hemos nacidos de Él!

¡Gracias Señor!, ¡te amamos y te agradecemos hoy y siempre Tú fidelidad para con nosotros!

Pr. Guillermo Hernández P.