Reflexión 14 de Julio 2020

“Ya se acerca el fin de todas las cosas. Así que, para orar bien, manténganse sobrios y con la mente despejada”. (1 Pe. 4. 7).

Pedro, al igual que toda la Iglesia del primer siglo, entendían como inminente el final de los tiempos y el regreso de Jesucristo, porque recordaban que Él así lo había prometido. Muy probablemente Pedro tenía presente la íntima reunión que había tenido con Jesucristo la última noche, junto a sus amigos, cuando Él les animó y les consoló después de haberles dicho que él iba a partir y que no podían seguirle. El evangelio de Juan relata así ese momento: “En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas; si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy y se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (Jn. 14. 2, 3). 

El final de los tiempos y el regreso de Jesús era una de las enseñanzas claves de la iglesia del primer siglo y Pablo lo mencionó en su carta a los hermanos en Tesalónica, al escribirles: “El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor para siempre” (1 Tesalonicenses 4. 16, 17). La expresión del apóstol Pablo (“luego los que estemos vivos… los que hayamos quedado… seremos arrebatados”) nos revela que él mismo creía en la posibilidad cierta de ser protagonista y testigo, en vida, del regreso de Jesús.

En consecuencia, ésta certeza impregnaba fuertemente las convicciones de la Iglesia de aquél entonces. Y ante esta convicción era necesario estar preparados, que fue precisamente lo que Pedro escuchó de Jesús cuando en el Monte de los Olivos, junto a Jacobo, Juan y Andrés (Marcos 13. 3), les dijo Pero, en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre. ¡Estén alerta! ¡Vigilen! Porque ustedes no saben cuándo llegará ese momento. (Marcos 13. 32, 33).

Por consiguiente, sabiendo Pedro que los hermanos a quiénes les escribía la carta sufrían debido a la persecución, como lo refleja un poco más adelante al escribirles “Queridos hermanos, no se extrañen del fuego de la prueba que están soportando, como si fuera algo insólito. Al contrario, alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también sea inmensa su alegría cuando se revele la gloria de Cristo (1 Pedro 4. 12, 13), les anima a estar atentos, mentalmente claros, sin permitir el influjo de una cultura violenta y sensual que los envolvía, que perturbaba y distraía, sobre todo en el contexto de dolor y angustia que vivían, porque de lo contrario les iba a afectar seriamente en sus oraciones y en su devoción para con Dios, debilitando sus vidas.

El “orar bien”, como les escribió Pedro, significaba orar con discernimiento de los sucesos y circunstancias que estaban viviendo. Debía orientarse la oración a una intercesión que no solo pidiera ayuda a Dios por nuevas fuerzas, por paciencia, o por ser fortalecidos en la fe, sino también por los hermanos, por la comunidad de Dios, de modo que hasta el final se mantuviera vivo el testimonio de Cristo.

Pareciera ser que el escenario no ha cambiado mucho en nuestros días, hermanos y hermanas. Si bien Jesucristo aún no ha regresado, los hechos parecen indicar que falta muy poco, por lo que la recomendación y exhortación de Pedro es muy pertinente hoy para nosotros.

Estemos alertas, atentos, en permanente oración y súplica, y no permitamos que las condiciones actuales nos quiten la paz, obstaculicen nuestra mente y nos debilite afectando el testimonio que como Iglesia de Dios estamos llamados a reflejar hasta el último momento. ¡Que Dios nos ayude!

Pr. Guillermo Hernández P.