Reflexión 18 de Agosto 2020

“… y cuando tú y tus hijos se vuelvan al Señor tu Dios y le obedezcan con todo el corazón y con toda el alma, tal como hoy te lo ordeno, entonces el Señor tu Dios restaurará tu buena fortuna y se compadecerá de ti…” (Deuteronomio 30. 2, 3a)

Hoy continuamos con las palabras dichas por Dios a Israel a través de Moisés antes de entrar a Canaán, la Tierra Prometida. En los textos de hoy nos centramos en el llamado que hace Dios a obedecerle, como una respuesta a sus demandas de amor y fidelidad que le hace a Israel.

En consecuencia, lo primero que debemos hacer es considerar el significado del vocablo “obedecer”. La concepción de la obediencia en la cosmovisión judía tiene sus raíces originariamente en el “OIR”, pero no solo el “oír” la manifestación de ruidos y sonidos, sino que incorpora la aceptación y comprensión de lo “oído” para, en virtud de ello, “obedecer”.

Por eso es que cada vez que Dios se reveló, no quedó solo en la manifestación de una experiencia sensorial, sino que salió al encuentro del hombre “PARA COMUNICARLE ALGO”, “TRANSMITIRLE SU PALABRA, SU VOLUNTAD”. En consecuencia, esta “palabra” que debe ser oída (o leída), además debe ser recibida, aceptada, y finalmente obedecida.

El pueblo de Israel nunca entendió esta dimensión de su relación con Dios y fueron fuertemente influenciados por pueblos paganos que solo se limitaban, en sus expresiones religiosas, a celebrar “sacrificios” a falsos dioses paganos. A través del profeta Jeremías, de manera directa, Dios confrontó en una ocasión esta falsa espiritualidad y les dijo: “En verdad, cuando yo saqué de Egipto a sus antepasados, no les dije nada ni les ordené nada acerca de holocaustos y sacrificios. Lo que sí les ordené fue lo siguiente: ‘Obedézcanme. Así yo seré su Dios, y ustedes serán mi pueblo. Condúzcanse conforme a todo lo que yo les ordene, a fin de que les vaya bien” (Jeremías 7. 22, 23)

Y mucho antes, al inicio del período de la monarquía en la historia de Israel, su primer rey Saúl fue desechado por Dios precisamente por su desobediencia, creyendo que sus sacrificios iban a aplacar la ira de Dios; y fue confrontado por el sacerdote, juez y profeta Samuel, quién le dijo: ¿Qué le agrada más al Señor: que se le ofrezcan holocaustos y sacrificios, o que se obedezca lo que él dice? El obedecer vale más que el sacrificio, y el prestar atención, más que la grasa de carneros. La rebeldía es tan grave como la adivinación, y la arrogancia, como el pecado de la idolatría. Y, como tú has rechazado la palabra del Señor, él te ha rechazado como rey” (1 Samuel 15. 22, 23). Parafraseando lo dicho por Samuel a Saúl, de modo resumido, sería: “La verdadera adoración a Dios es la obediencia”.

La importancia que Dios le da a la “obediencia” radica en que ella comunica su voluntad y propósito, y obliga al hombre y a la mujer a reaccionar de manera concreta frente a ÉL. No es un Dios que busque ser contemplado a través de un éxtasis permanente, sin consecuencias prácticas. Es un Dios que quiere ser escuchado, entendido y obedecido. La obediencia marca definitivamente la diferencia en nuestra relación con Dios. La obediencia desafía nuestras convicciones y certezas porque nos hace entrar en lo concreto y salir de lo meramente emocional o contemplativo.

Sin embargo, tristemente vemos hoy como muchos confunden una relación con Dios y buscan “sentirle”. Basan su intimidad con él en torno a lo meramente sensorial y emocional. Lloran, se quebrantan, pero sólo son momentos de emoción pasajeros, pues continúan ignorando o desobedeciendo la Palabra de Dios. Sus testimonios de vida, sus caracteres no transmiten su obediencia y sujeción a Dios.

El propio Señor Jesús se refirió a éste aspecto y el evangelio de Juan lo refleja así: Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo he obedecido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor… Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando” (Juan 15. 10, 14).

Queridos hermanos y hermanas, roguemos a Dios en el día de hoy para que nos ayude, a través de su Espíritu, a entender esta verdad y vivirla, de modo que nuestro corazón terco y duro, pueda ser dúctil a su influencia y podamos vivir en obediencia y sujeción a su Palabra, y de esa manera ser realmente transformados. ¡Ayúdanos Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.