Reflexión 19 de Agosto 2020
“… y cuando tú y tus hijos se vuelvan al Señor tu Dios y le obedezcan con todo el corazón y con toda el alma, tal como hoy te lo ordeno, entonces el Señor tu Dios restaurará tu buena fortuna y se compadecerá de ti” (Deuteronomio 30. 2, 3a).
Volvemos hoy al mismo pasaje que comentamos ayer en torno a la demanda de obediencia que Dios le hizo a su pueblo Israel. Recordemos que el pueblo está próximo a entrar a Canaán, la Tierra Prometida después de cuarenta años de caminar por el desierto.
Hoy quisiera compartirles algunos pensamientos en torno a la otra demanda que Dios le hace a Israel, reflejada en la expresión “y cuando tú y tus hijos se vuelvan al Señor tu Dios”, por cuanto también es relevante para el acceso a la bendición y obra de Él en sus vidas.
Paradojalmente, el pueblo sobre el cual Dios había obrado poderosa y milagrosamente desde la liberación de la esclavitud en Egipto, se encontraba muy lejos de una relación obediente, íntima y sincera con Él. Aún más, toda la generación que había salido de la esclavitud de Egipto a la libertad, para vivirla en la Tierra Prometida, había muerto en el desierto porque no le creyó a Dios. En su momento, Dios les reprochó duramente su incredulidad al decirles: “Entonces el Señor le dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo esta gente me seguirá menospreciando? ¿Hasta cuándo se negarán a creer en mí, a pesar de todas las maravillas que he hecho entre ellos?” (Números 14. 11)
En consecuencia, los versos de hoy están dichos por Dios a una nueva generación de Israel que está por entrar a esta Tierra Prometida, e increíblemente Dios persiste en su anhelo de acompañar y bendecirles, y por ello les llama a volverse a Él.
Sin embargo, al mirar la historia de la relación de Dios con su pueblo Israel, la Biblia nos muestra que en reiteradas ocasiones Dios les confrontó e interpeló haciéndoles ver su rechazo, menosprecio e incredulidad hacia Él. El profeta Isaías escribió “Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí…” (Isaías 29. 13). Y en otra ocasión el profeta Jeremías escribió: “¿Hay alguna nación que haya cambiado de dioses, a pesar de que no son dioses? ¡Pues mi pueblo ha cambiado al que es su gloria, por lo que no sirve para nada!” (Jeremías 2. 11).
Dios demanda y ordena una conversión genuina, que no es más que volverse y regresar a Él, pero de todo corazón. Es el acontecimiento a través del cual el hombre y la mujer, apartados de Dios, renuncian a sí mismo y a sus propias orientaciones en el mundo y se sitúan, o se ven situados, bajo la dirección y providencia de Dios. Es un cambio de pensamiento, de mentalidad. Claramente no es remordimiento, culpa, penitencia, corregir conducta, o hacer méritos.
A través de la conversión, el hombre cambia de señor. Si hasta entonces estaba bajo el poder de satán, ahora se somete a la soberanía de Dios, es decir, pasa de las tinieblas a la luz, como lo expresa el testimonio de Pablo ante el Rey Agripa, respecto de lo que Jesús le encomendó “para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que, por la fe en mí (Jesucristo), reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados (Hechos 26. 18).
Hermanos y hermanas mías, como lo he expresado en otras ocasiones, el Dios de Israel también es el nuestro y no hay cambio en Él, de manera que su reproche por una genuina “conversión” también nos alcanza. Pero ésta conversión comienza con el arrepentimiento genuino, de modo que en ese quebranto Dios opera en el corazón y lo transforma. Cómo lo dijo el profeta Ezequiel: “Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne” (Ezequiel 36. 26).
En humildad cabe hoy observar nuestra vida, con sus hábitos, conductas, costumbres y principios y preguntarnos ¿refleja una genuina y sincera conversión, o, al igual que Israel “nos acercamos a Dios con nuestra boca, y con los labios le honramos, pero nuestro corazón está lejos de Él”? Que el Espíritu Santo nos guíe en ésta reflexión en el día de hoy. ¡Ayúdanos Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.