Reflexión 22 de Agosto 2020

“Hoy te ordeno que ames al Señor tu Dios, que andes en sus caminos, y que cumplas sus mandamientos, preceptos y leyes. Así vivirás y te multiplicarás, y el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra de la que vas a tomar posesión” (Deuteronomio 30. 16)

Continuamos hoy en la reflexión del capítulo 30 de Deuteronomio que describe los momentos en que Dios prepara a su pueblo para ingresar a la tierra prometida. Cómo hemos dicho, después de 40 años de caminar por el desierto, y de haber vivido antes en Egipto la experiencia de una esclavitud de 430 años, el pueblo estaba por comenzar una nueva etapa en su historia de vida, sin saber lo que les esperaba. Pero Dios sí lo sabía y tal vez por ello se encargó de recordarles de guardar sus mandamientos y preceptos de modo de asegurarles paz y bienestar en una región con una cultura violenta, idólatra y sensual.

El texto de hoy confirma el interés de Dios por el bienestar de su pueblo, y por ello les da una orden que de ser obedecida traería bendición a sus vidas. Él ordena “ama al Señor tu Dios y obedece su palabra”, dos instrucciones que están estrechamente vinculadas pero que conforman una sola unidad porque llevan a dar un testimonio concreto y práctico del amor genuino a Dios.

Dios no apelaba a los sentimientos y a las emociones de su pueblo, más bien incorporaba a la voluntad de cada individuo, el acto de amar y obedecer. Pero también Él se comprometía a algo concreto, la consecuencia de la decisión de amarle y obedecerle, iba a decantar en una manifestación de Su poder para beneficio de sus vidas.

En el verso anterior les había dicho, “Hoy te doy a elegir entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal”, pero ellos debían elegir si obedecerla o no. Si bien Dios tenía todo el poder para obligarlos, les daba la posibilidad de elegir. Usted me dirá, “sí, pero fíjese en las consecuencias; si no le obedecían iban a morir”; efectivamente, pero ¿acaso hay algo más terrible que vivir en permanente desobediencia a Dios? En la Biblia, la muerte es la separación total de Dios; y si ellos no le amaban y obedecían no era posible construir una relación con ellos, como Dios lo deseaba. Dios no los estaba mandando a morir, o a realizar algo superior a sus fuerzas; no los estaba obligando a algo que menoscabara sus vidas.

Lo que sucede es que desde que el hombre fue tentado en el Edén, el “virus” del pecado quedó impregnado en su alma que lo lleva a no querer límites, a creer que tiene derechos por sobre los dados por Dios; a resolver sobre su vida sin que alguien le coarte esos “derechos”.

El solo pensamiento de dar cuenta, u obedecer, es rechazado de plano, y por eso la existencia de “Dios” es molesta e incómoda para el hombre. Incluso hemos creído que Dios mismo se encuentra en nuestra esfera de decisión y de control, y vamos a Él y le buscamos cuando se nos antoja, esperando que Él responda, entienda y bendiga.

La orden que da Dios a su pueblo demuestra un vínculo, un conocimiento, una relación. No es una orden abusiva, cruel, déspota. Refleja las intenciones de su corazón, el cuidado y preocupación por la vida de los suyos, por cuanto no es ajeno a lo que les suceda.

Hermanos y hermanas queridos, Dios ha dispuesto a su Hijo, como el camino para relacionarse con sus criaturas, y nos ha dado de Su Espíritu y Su Palabra, para ayudarnos en ésta relación de modo de crecer en madurez espiritual proyectando éste lazo hacia la eternidad. ¿Acaso esto es abuso?, ¿será esto despotismo?; ¿o no será más bien una maravillosa muestra de amor de Alguien que nos ama y quiere estar siempre con nosotros en una relación permanente de vida?

El apóstol Pablo lo escribió así a los hermanos en Corinto: “Así que somos embajadores de Cristo; Dios hace su llamado por medio de nosotros. Hablamos en nombre de Cristo cuando les rogamos: «¡Vuelvan a Dios!».  Pues Dios hizo que Cristo, quien nunca pecó, fuera la ofrenda por nuestro pecado, para que nosotros pudiéramos estar en una relación correcta con Dios por medio de Cristo. (2 Corintios 5. 20, 21) ¡Ayúdanos Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.