Reflexión 26 de Julio 2020
“Así que, mis queridos hermanos, como han obedecido siempre —no solo en mi presencia, sino mucho más ahora en mi ausencia— lleven a cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad (Filipenses 2. 12, 13).
Los versos de hoy son parte de la carta que el apóstol Pablo envió a los hermanos en Filipos, ciudad romana ubicada en la provincia de Macedonia, en el año 61 aproximadamente d. C., cuando se encontraba encarcelado en Roma. Es una carta redactada con mucha ternura y gratitud porque el apóstol les agradece el envío de una ofrenda que se había levantado para él, y que la habían enviado por mano del hermano Epafrodito. Pablo aprovecha la carta para animarlos en medio de las dificultades que los hermanos estaban viviendo debido a ciertas herejías que se habían introducido en la iglesia por falsos hermanos, y también a causa de la persecución que estaban sufriendo.
La gran particularidad de esta carta es que expresa recurrentemente un llamado al gozo; en 16 oportunidades Pablo lo menciona con sus derivaciones (alegrense, regocijense, por ejemplo), a pesar de las condiciones desde las cuales escribía: encadenado y preso.
En los versos que hoy leemos apreciamos el llamado que el apóstol hace a los hermanos para que puedan entender que la salvación que Dios ha obrado en ellos a través de Cristo, tiene una consecuencia, tiene un efecto, no es una experiencia estática casi como anécdota, sino muy por el contrario tiene una profunda consecuencia y manifestación que no pasa inadvertida para los demás.
Tanto es así, que Pablo vincula la salvación que han recibido por la gracia de Dios, con la presencia ahora en ellos, del Espíritu Santo quién opera en sus vidas para guiarlos hacia la voluntad de Dios. Pablo lo expresa señalando que tanto el “querer como el hacer son producidos por Dios” en la vida de los salvados, “para que se cumpla su buena voluntad”.
Esta experiencia la vivió el mismo Señor Jesucristo al comenzar su ministerio, según el relato del evangelio de Lucas, cuando señala que leyó en una Sinagoga, “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor” (Lucas 4. 18, 19). La presencia del Espíritu Santo de Dios en su Hijo para empoderarlo, para guiarlo y apoyarlo hacia la voluntad del Padre, aspecto que el propio Señor Jesús siempre señaló: “Porque esa misma tarea que el Padre me ha encomendado que lleve a cabo, y que estoy haciendo, es la que testifica que el Padre me ha enviado” (Juan 5. 36). Y en otra ocasión expresó “Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la del que me envió” (Juan 6. 38).
La voluntad de Dios que se concreta desde los suyos, desde sus hijos, a quiénes les comparte Su Espíritu para precisamente ejecutarla y desarrollarla, conforme a sus planes y propósitos.
Hoy no es diferente en nosotros, hermanos y hermanas queridos, hemos sido galardonados al recibir de Dios su perdón y salvación; Su gracia nos ha dado “nueva vida”, pero al poner Su Espíritu en nosotros lo ha hecho no sólo para beneficio nuestro a través de la paz y el gozo, o a través de los dones que recibimos, o a traves del fruto de Su Espíritu, o de la intimidad que podemos lograr en la comunión con Él, sino que también como parte de un propósito que nace en Dios mismo para que “queramos” y “hagamos” en la dirección de Su voluntad, y esto es un verdadero y profundo privilegio.
Es un llamado absolutamente con propósito por lo que definitivamente es motivo de gratitud, por el privilegio que significa sumarse a lo que Dios quiere hacer o está haciendo. ¡Aleluya! ¡Gracias Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.