Reflexión 27 de Agosto 2020

“Poco después Jesús, en compañía de sus discípulos y de una gran multitud, se dirigió a un pueblo llamado Naín. Cuando ya se acercaba a las puertas del pueblo, vio que sacaban de allí a un muerto, hijo único de madre viuda. La acompañaba un grupo grande de la población. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: —No llores. Entonces se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron, y Jesús dijo: —Joven, ¡te ordeno que te levantes! El muerto se incorporó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre”. (Lucas 7. 11-15)

El relato de hoy encuentra a Jesús llegando a un pequeño pueblo llamado Naín, distante a unos pocos kilómetros al sur de Nazaret, en la región de Galilea, al comienzo de su segundo gran viaje misionero, aproximadamente a comienzos del otoño del año 29 d.C., en el año que los teólogos han denominado el “año de la popularidad” de Jesús.

Del relato podemos apreciar que tanto Jesús como la viuda se encontraban rodeados de gente. Jesús, por una parte, era seguido por muchas personas que tal vez lo querían escuchar, o ser sanadas por él, o verlo hacer milagros. Pero la mujer, que había despertado la solidaridad en el pueblo por su gran dolor, se encontraba rodeada de amigos, parientes, vecinos, que formaban parte de la procesión que llevaba al joven a la tumba. Jesús y la viuda, de la cual no sabemos su nombre, se “encontraban” en medio de una multitud, en medio de muchas personas.

Pero, ¿había notado, la viuda, la presencia de Jesús?, ¿sabía quién era? Una vida tocada por el dolor, por la tragedia de la muerte. Una mujer enfrentando una situación que largamente la superaba, ya que su único hijo había muerto, al igual que su esposo, y sabiendo que ante la sociedad no valía mucho por cuanto su condición de mujer se desarrollaba y se legitimaba sólo al lado de un hombre, sin duda que caminaba detrás del cuerpo de su hijo totalmente quebrantada, sin mayor conciencia de su entorno. ¿Podía alguien entenderla, siquiera imaginarse como se sentía, a pesar de tantos que la rodeaban?

Sin embargo, la condición de aquella mujer no pasó inadvertida para Jesús. Dice el texto que al verla se “compadeció” de ella. Fue un profundo sentimiento de misericordia, de compasión, que le nació desde lo más profundo de su ser al ver la condición de esta mujer; y éste sentimiento le impulsó a intervenir sin mediar petición alguna de ella. Comprendía el dolor de aquella vida y no era indiferente a ello.

Ella estaba llorando. Pero la palabra en griego usada aquí es klaío que significa “gemir”, “llorar a gritos”; y Jesús la consuela, y en seguida toca el féretro para indicar que se detuvieran los que lo llevaban. Según la ley de Moisés, el contacto con los muertos, o aun tocar el féretro, provocaba una contaminación ceremonial que duraba siete días, algo que no le importó a Jesús. ¡Qué manera de romper lo establecido, lo ritual, lo religioso! Jesús dispuesto a tocar lo inmundo, lo que contamina, lo que los demás evitan, lo que los demás rechazan. Y da una orden, como la de quién tiene la autoridad y el poder. La orden de quién está por sobre la muerte. La orden de quién es el dador de la vida, y Jesús resucita al muchacho.

Lo imposible a los ojos humanos se realizaba ante la sorpresa de todos, ante el asombro de todos. Hasta ese momento, Jesús era uno más de los que se habían conmovido por el dolor de esta mujer, era uno más de los que se habían identificado con la tragedia de ella acercándose a consolarla, pero nadie se imaginó lo que iba a suceder. La orden de Jesús fue obedecida y la muerte devolvió al muchacho.

Que relato más hermoso y esperanzador que retrata en toda su dimensión la sensibilidad y compasión de Jesús ante una tragedia como la que experimentó ésta mujer, y que le lleva a manifestar todo su poder y autoridad sobre la “muerte”. No hay condición humana, aunque sea la más miserable que podamos imaginar, en la que Jesús no pueda intervenir. No hay situación o circunstancia más compleja e imposible que Jesús no pueda revertir. ¡Aleluya! ¡Gracias Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.