Reflexión 29 de Agosto 2020

Desde entonces comenzó Jesús a advertir a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y sufrir muchas cosas a manos de los ancianos, de los jefes de los sacerdotes y de los maestros de la ley, y que era necesario que lo mataran y que al tercer día resucitara. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo: —¡De ninguna manera, Señor! ¡Esto no te sucederá jamás! Jesús se volvió y le dijo a Pedro: —¡Aléjate de mí, Satanás! Quieres hacerme tropezar; no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mateo 16. 21-23)

Hoy vemos a Pedro tratando de ayudar a Jesús con muy buenas intenciones, seguramente motivadas en el amor y cariño que sentía por su Maestro. Pero no sabía que su corazón lo estaba llevando a obstaculizar el propósito de Dios. Jesús acababa de contarle a sus discípulos lo que le esperaba en los próximos días en Jerusalén, pero Pedro no lo asimiló.

En una ocasión anterior, cuando Jesús les preguntó a sus discípulos quién era él, Pedro no tuvo inconvenientes en señalar quién era Jesús y dijo: “… tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente…” (Mateo 16. 16). En aquella ocasión Jesús le reconoció que ese conocimiento le había sido revelado por Su Padre. Sin embargo, al poco tiempo después y de acuerdo a éste texto, Pedro manifiesta que aún falta en él una experiencia de transformación más profunda en su vida.

Jesús claramente le dice “… no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres…”, lo cual permitió, en Pedro, que Satanás influyera fuertemente en la manera que él apreciaba los acontecimientos, transformándose en un obstáculo para los propósitos de Dios en su Hijo.

Jesús aprovecha inmediatamente esa conversación y señala lo que faltaba en el apóstol: la negación a sí mismo, y lo expresa así: “Luego dijo Jesús a sus discípulos: —Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme” (Mateo 16. 24). Pero no una negación política, protocolar, de aquellas que “suenan” bien, sino aquella que “compromete” nuestra vida. Para Pedro significaba poner por sobre su afecto, cariño y aprecio a Jesús, “algo” superior que había por sobre sus sentimientos que era, ni más ni menos, el propósito de Dios.

Jesús les habla de tomar, cada uno, su propia cruz y solo después, seguirle. Esta es la diferencia infinitamente grande en “saber” y “ser”. Pedro sabía quién era Jesús, pero le faltaba sujetarse a lo que su Maestro debía hacer, le faltaba postergar sus sentimientos en pro del deseo de su Señor. Es la diferencia que marca la vida del discípulo, aquél que se niega a sí mismo, aquél que, para seguir a su Señor, es capaz de sacrificar su vida hasta morir, si es necesario. El “discípulo” es el que vive y se define a partir de lo que su Señor desea hacer, por cuanto es capaz de entender lo que quiere hacer. Y si no lo entiende, se sujeta a la voluntad de Su Señor obedeciéndole, porque confía en Él.

En el discípulo hay una comunión íntima con su Señor y solo anhela agradarle. Busca, desea, y mira las “cosas de arriba” porque es guiado por el Espíritu Santo. Pablo lo expresó de ésta manera: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8. 14). La experiencia de la dirección de nuestra vida que hace el Espíritu de Dios, refleja que hemos muerto a nosotros mismos y que buscamos las “cosas” de Dios y, por consiguiente, el agradarle.

Hermanos y hermanas queridos, al igual que Pedro, debemos aprender este hermoso desafío de vivir la experiencia de ser discípulos de Cristo, encarnando en nosotros mismos su Evangelio. La dificultad que ello pudiera significar para nuestros intereses y anhelos personales es posible solucionarla, trayendo éstos a la cruz de Cristo. No estamos hablando de un compromiso “monástico”, de arrancar de la realidad que hoy vivimos, sino más bien vivir ésta con la vocación de haber sido enviados a esa realidad para desarrollar y ejecutar lo que nuestro Señor quiere que “ahí” hagamos. ¡Amén! ¡Qué así sea Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.