Reflexión 09 de Diciembre 2020
“Entonces dijo María:
«Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. ¡Santo es su nombre! De generación en generación se extiende su misericordia a los que le temen». (Lucas 1. 46-50)
Los versos de hoy corresponden a la primera parte de la oración de María, que muchos conocen como El Magnificat, con ocasión de su visita a Elisabet y recibir el saludo y bendición de su parienta por revelación del Espíritu Santo, quién le hizo exclamar “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz!”.
De su lectura podemos apreciar que el inicio de su oración está inspirado en pasajes del Antiguo Testamento siendo el más destacado la oración de Ana, la madre del profeta Samuel, cuando Dios escuchó su clamor y le concedió dar a luz a su hijo Samuel a pesar de su esterilidad, hecho acontecido en los años 1.000 – 1.100 a.C.
Al igual que Ana, la oración de María es profundamente personal e íntima y agradece a Dios el haber sido elegida, de manera muy similar a Ana que había expresado mil años antes: “Mi corazón se alegra en el Señor; en él radica mi poder…” (1 Samuel 2. 1).
Pero desde el profeta Habacuc, también María obtenía la inspiración necesaria para glorificar a Dios e incorporaba en su oración los versos de éste profeta, que declaraban: “… aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios, mi libertador!” (Habacuc 3. 18).
E invocando estos versos, María eleva una profunda alabanza, en la primera parte de su oración, por haber sido elegida por Dios para tan santo propósito: ser la madre, en su dimensión humana, de Jesucristo su Hijo.
Su reacción es de absoluta humildad, pero con la plena conciencia de lo que Dios le ha encomendado, y por ello es capaz de adorarlo y alabarlo porque comprende que sólo ha sido la Gracia de Él que la ha elegido. Implícitamente reconoce que no se trata de méritos que ella pudiera tener, sino más bien de la elección que Dios ha hecho de ella tan sólo por su exclusiva voluntad, por ello exclama “… se ha dignado fijarse en su humilde sierva”.
Reconoce que la obra de Dios en ella iba a tener una consecuencia a través del tiempo reconociéndola, en todas las épocas y generaciones, cómo la mujer dichosa porque contó con el favor y bendición de Dios; exclama puntualmente en su oración: “… desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí”.
Queridos hermanos y hermanas, estos versos que brotan de la sinceridad del corazón de María confirman lo que Dios sabía y conocía de ella. No era una mujer ignorante de su Palabra, muy por el contrario, desde su misma Palabra construía sentidamente una alabanza de adoración y gratitud a Dios por la elección que había hecho de ella. Pero, además, manifestaba estar plenamente consciente de lo que, en torno a ella y desde ella, Dios había decidido hacer evidenciando una sensibilidad “a toda prueba” con el Espíritu Santo.
¡Qué maravilloso cuadro! La aparente fragilidad de una mujer, realizada y plena por haber sido elegida por Dios para tan magna obra, pero que humildemente se sujeta a Su voluntad y le reconoce. ¡Toda una expresión de fe y obediencia! Sin el menor reparo de cuestionamientos, o de preguntas, o de dudas; muy por el contrario, con firmeza y convicción afirma: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva”. ¡Qué lección de humildad, de sujeción y de propósito! ¡Ayúdanos Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.