Reflexión 13 de Agosto 2020

“El sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado; tú, oh Dios, no desprecias al corazón quebrantado y arrepentido” (Salmo 51. 17)

En el Antiguo Testamento se nos enseña que los judíos debían hacer sacrificios de animales para expiar, delante de Dios, sus pecados. Era una ceremonia donde participaba el sacerdote, quién era finalmente el que hacía el sacrificio. Pero era una ceremonia externa que, si bien tenía un profundo significado, no revelaba la condición genuina del corazón de quién lo presentaba.

Sin embargo, vemos en éstas palabras del rey David su comprensión respecto del verdadero sentido de tales sacrificios, el corazón genuinamente arrepentido, humillado ante Dios, que reconoce el dolor de haber cometido ante Su presencia un acto pecaminoso, fraudulento y corrupto.

El verdadero sacrificio, señala David, aquél que Dios recibe y atiende, es el del espíritu que llora su condición delante de su Señor y reconoce su pecado. Es un corazón que clama por otra oportunidad, que ora y ruega por la posibilidad de enmendar y reflejar en su vida, las consecuencias positivas de su genuino arrepentimiento.

Sin embargo, es bueno observar que en éste texto también está el reconocimiento implícito de la Gracia de Dios, que se agrada y complace al apreciar lo genuino del arrepentimiento del alma humana, como también la ausencia absoluta de alguna forma de advertencia, o de ultimátum de parte de Dios por el quebranto y arrepentimiento, demostrando de este modo todo su amor, paciencia y misericordia.

¡Qué trato de Dios! ¡Qué compasión de Dios! Hermanos y hermanas queridos, el rey David escribió este texto arrepentido de su adulterio con Betsabé y de la conspiración en que incurrió para matar a su esposo Urías, y su quebranto y arrepentimiento fue escuchado por Dios, y si bien hubo consecuencias de su pecado, ¡Dios le perdonó!

Lean lo que escribió respecto de que como se sentía y como estaba su mundo interior ante tal descalabro moral en su vida: Mientras guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir de todo el día. Mi fuerza se fue debilitando como al calor del verano, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí (Salmo 32. 3, 4).

Pero ante su arrepentimiento y confesión, se manifestó la misericordia y gracia de Dios que, por su perdón, trajo nueva vida a su alma. Y así lo reflejó en su cántico de gratitud: “Pero te confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad. Me dije: «Voy a confesar mis transgresiones al Señor», y tú perdonaste mi maldad y mi pecado” (Salmo 32. 5). Es como si David le hubiese dicho a Dios: ¡Enfrenté mi pecado, te lo confesé y me arrepentí, y tú me perdonaste, y me volviste a la vida!

Así es nuestro Dios, al cual amamos y servimos, compasivo y misericordioso. Atento a lo que sucede en nuestra vida, pero comprometido con ella para acompañarnos, incluso, a vivir las consecuencias del pecado, como lo hizo con el rey David.

Hermanos y hermanas queridos, les invito a reflexionar en nuestro mundo interior en aquellos episodios más tristes y grises de nuestra vida que tal vez aún están pendientes, por los cuales incluso sentimos vergüenza, y traigámoslos a la presencia de Dios, en sincero arrepentimiento, porque Él tiene suficiente gracia y misericordia para perdonarnos y quitar el peso de lo escondido, de lo no confesado, que sin duda afecta nuestra libertad en Cristo. ¡Ayúdanos Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.