Reflexión 14 de Noviembre 2020
«¡Alaben al Señor, proclamen su nombre, testifiquen de sus proezas entre los pueblos!» (1 Crónicas 16. 8)
¡Que arenga más poderosa nos muestra hoy el texto bíblico! Nos insta a alabar, a proclamar y testificar del Señor. Son cánticos y poesía que Israel, liderados por el rey David, levantó al Señor con ocasión del traslado del Arca del Pacto (1ra. Crónicas 15, 16) al lugar de privilegio que el rey David le había preparado en Jerusalén, en una tienda de campaña (1ra. Crónicas 16. 1), ya que aún no se construía el templo.
El Arca del Pacto representaba para ellos la misma presencia de Dios, pues les había acompañado no sólo en la travesía del desierto por cuarenta años, sino que también en la conquista de Canaán, la tierra prometida.
En la ocasión, a la cual pertenecen los versos de hoy, el Arca del Pacto estaba siendo trasladada y era una ocasión muy especial para el pueblo de Israel por cuanto, por largos años, había sido olvidada por lo que el recuperarla y darle la ubicación e importancia, era reconocer la presencia y obra misma de Dios en la historia de sus vidas, por lo que ameritaba un reconocimiento sincero de gratitud y adoración a Dios. Ellos eran testigos y protagonistas de lo que Dios había hecho en medio de ellos. Las proezas de Él no eran parte de relatos que hubiesen escuchado, sino que su historia de vida estaba marcada por la manifestación y presencia misma de Dios. ¡Cómo no alabarle! ¡Cómo no proclamar su nombre! ¡Si había sido tan bueno, tan protector, tan fiel!
Hermanos y hermanas queridos, ¿no debiera ser también nuestro pensamiento? ¿acaso no ha intervenido el amor y poder de Dios también en nosotros? ¿Es posible que nos mantengamos impávidos, inexpresivos e indiferentes ante la realidad de Su presencia en nuestra vida?
Leamos cómo expresa el salmista éste cambio e intervención de Dios en su vida: «Puse en el Señor toda mi esperanza; él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. Me sacó de la fosa de la muerte, del lodo y del pantano; puso mis pies sobre una roca, y me plantó en terreno firme. Puso en mis labios un cántico nuevo, un himno de alabanza a nuestro Dios…» (Salmos 40. 1-3).
«Puso mis pies sobre una roca» y «Puso en mis labios un cántico nuevo», expresiones que reflejan un cambio radical en la vida del salmista. ¡Ya no era el mismo! Sólo había cánticos de gratitud y alabanza en su alma a Su Dios poderoso, porque había experimentado un cambio profundo y trascendente en su vida. Dios lo había establecido, afianzado y consolidado, y en su alma había desaparecido el lamento, la queja y el pesimismo por lo que ahora le alababa y agradecía. ¡Gloria a Dios!
Hermanos y hermanas queridos, este Dios también es el nuestro e hizo lo mismo en nosotros. ¡Aleluya! Aún más, a diferencia del pueblo de Israel, no necesitamos algún mueble sagrado que simbolice a Dios, o algún edificio a donde debamos ir a adorarle. Gracias a Jesucristo y a la fe en su sangre, por la gracia de Dios, Su presencia está en nosotros, vive en nosotros, por lo que continuamente podemos cantarle y adorarle como el salmista “Alaba, alma mía, al Señor; alabe todo mi ser su santo nombre. Alaba, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios. Él perdona todos tus pecados y sana todas tus dolencias; él rescata tu vida del sepulcro y te cubre de amor y compasión; él colma de bienes tu vida y te rejuvenece como a las águilas” (Salmo 103. 1-5). ¡Y por eso hoy le exaltamos y honramos, aún en las condiciones que estamos viviendo! ¡Que nunca cesen nuestros labios de alabar al único Dios verdadero! Pase lo que pase… ¡Ayúdanos Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.