Reflexión 14 de Septiembre 2020
“Ustedes deben orar así: ‘Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’ (Mateo 6. 9, 10).
Los versos de hoy corresponden a la enseñanza de Jesús entregada a sus discípulos en el Sermón de la Montaña, respecto de como debían orar. Es la llamada «Oración del Señor» o «Padre Nuestro». Y la primera diferencia esencial que es posible apreciar entre las oraciones farisaica, pagana y la cristiana, está en la clase de Dios a quien oramos. La oración del discípulo, del genuino “creyente”, es al Dios viviente y verdadero, revelado por medio de Jesucristo.
Jesús nos dijo que nos dirigiéramos a él, literalmente como «Padre nuestro que estás en los cielos». Esto implica, primero, que él es personal, es “Él” tanto como yo soy “yo”. Dios es exactamente tan personal como lo somos nosotros, de hecho más aun. En segundo lugar, es amante. No es un “ogro” que nos aterroriza con crueldad atroz, ni el tipo de padre del cual algunas veces leemos u oímos -autocrático, abusador, cruel – sino que Él mismo cumple el ideal de paternidad con su cuidado amante hacia sus hijos. En tercer lugar, es poderoso. No es sólo “bueno” sino “grande”. Las palabras «en los cielos» denotan no solo el lugar de su morada, sino también Su autoridad y poder en Su dominio, como creador y regidor de todo. Así, combina amor paternal con poder celestial, y su poder es capaz de llevar a cabo lo que ordena su amor.
Al decirnos que nos dirijamos a Dios como «Padre nuestro que estás en el cielo», el interés de Jesús no es el enseñarnos la “etiqueta correcta” para acercarnos a la Divinidad, sino la verdad de “quién es” de modo que podamos llegar a Él con el marco conceptual correcto. Por eso es siempre sabio, antes de orar, pasar deliberadamente un tiempo recordando quién es él. Sólo entonces llegaremos a nuestro amante Padre que está en los cielos con la humildad, devoción y confianza apropiadas.
Más aun, cuando hemos tomado tiempo y nos hemos molestado en orientarnos hacia Dios y acordarnos cómo es Él, nuestro Padre poderoso, amante y personal, entonces el contenido de nuestras oraciones será afectado radicalmente en dos sentidos. Primero, se le dará prioridad a los intereses de Dios, es decir, podremos conscientemente expresar, por ejemplo, «tu nombre, tu reino…, tu voluntad…». En segundo lugar, nuestras propias necesidades, aunque relegadas a segundo plano, serán aun completamente confiadas a él y podremos, en humildad y confianza decir, por ejemplo, «Dános…, perdónanos…, líbranos…”. La oración del Señor en estas dos partes está centrada, primero, en la gloria de Dios y luego en las necesidades del hombre.
Las primeras tres peticiones en la oración del Señor expresan nuestro interés por la gloria de Dios en relación con su nombre, dominio y voluntad. Si nuestro concepto de Dios fuera el de una fuerza impersonal, entonces, por supuesto, no habría nombre, dominio o voluntad personales de los cuales preocuparnos.
El nombre se mantiene por la persona que la porta, por su carácter y actividad. Así el «nombre» de Dios es Dios mismo, como es en sí mismo y como se ha revelado. Su nombre ya es «santo» porque está “separado de” y exaltado sobre cualquier otro nombre. Pero oramos para que sea santificado, «tratado como santo”, porque deseamos ardientemente que aquél a quien el nombre pertenece, reciba el debido honor en nuestras propias vidas, en la iglesia y en el mundo.
De nuevo, así como él ya es santo, también es Rey, y reina con soberanía absoluta sobre la naturaleza y la historia. Sin embargo, cuando Jesús vino, anunció una irrupción nueva y especial del dominio de Dios, con todas las bendiciones de la salvación y las demandas de la sumisión que el dominio divino implica, por lo que orar para que su reino «venga», es orar para que éste crezca a medida que, por medio del testimonio de la iglesia, la gente se someta a Jesús, deseando que pronto sea consumado cuando Él regrese en gloria a tomar su poder y su reino.
La voluntad de Dios es “buena, agradable y perfecta” porque es la voluntad de «nuestro Padre que está en los cielos» que es infinito en conocimiento, amor y poder. Es, por tanto, locura resistirse a ella, y sabiduría discernirla, desearla y obedecerla. Así, como su nombre ya es santo y él ya es Rey, del mismo modo su voluntad ya se hace “en el cielo”. Jesús pide que oremos para que la vida en la tierra se haga más parecida a la vida en el cielo, porque la expresión “como en el cielo, así también en la tierra” parece aplicarse igualmente a la santificación del nombre de Dios, la extensión de su reino y el hacer su voluntad.
Es comparativamente fácil repetir las palabras del Padre Nuestro como un loro, o como un «palabrero» o pagano. Pero decirlas con sinceridad, tiene implicaciones revolucionarias porque expresan las prioridades del cristiano. Constantemente se nos presiona a conformarnos al egocentrismo de la cultura secular. Cuando eso sucede, comenzamos a interesarnos en nuestro propio y pequeño nombre, en nuestro propio y pequeño imperio, y en nuestra propia voluntad pequeña y tonta que siempre desea seguir su propio camino y se siente contrariada cuando se la frustra. Pero en la contracultura cristiana nuestro interés prioritario no es nuestro nombre, reino y voluntad, sino los de Dios. Ayúdanos Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.