Reflexión 15 de Octubre 2020

Sin embargo, cuando predico el evangelio, no tengo de qué enorgullecerme, ya que estoy bajo la obligación de hacerlo. ¡Ay de mí si no predico el evangelio!” (1ra. Corintios 9. 16)

Conforme a lo que les he compartido estos días respecto del aprovechar, en este tiempo, el hablar del Evangelio de Dios cuando muchos corazones están dispuestos a escuchar, el apóstol Pablo, de manera directa y cruda, pone sobre la mesa y confirma en esta misma dirección, una obligación del seguidor/a de Cristo que es ineludible: predicar el evangelio (“anunciar las buenas nuevas”).

Sobre éste particular han habido muchas interpretaciones y explicaciones; a saber, que “nuestra vida debe hablar”, que “mejor que mil palabras son los hechos”, que “¿que sacamos con hablar si nuestros hechos dicen lo contrario?”, etc., etc. Sin embargo hay algo cierto que, al margen de cómo lo queramos entender, la Biblia nos lo señala claramente: “… ¡Ay de nosotros si no predicamos el evangelio!” (1 Co. 9. 16).

En consecuencia, y así lo entendió Pablo, se nos ha impuesto una obligación y un deber que debe formar parte de la vida cristiana a la cual Dios nos ha llamado (“vocación”, según Pablo).

No hemos sido llamados a vivir un cristianismo anodino, pasivo, privado o insensible. Más bien, Dios nos ha convocado para que con la ayuda de su Espíritu anunciemos las buenas nuevas de su Reino, entendiendo esto como parte de nuestra “nueva” vida.

En otras palabras, la obra redentora de Dios en nosotros debe también ser entendida y comprobada a través del acto natural, que nace en el hijo e hija de Dios, de hablar y enseñar de Él, no solo como una necesidad, o una urgencia, sino también como una obligación.

Al igual que muchas otras prácticas inherentes a la genuina vida cristiana (amar, perdonar, adorar a Dios, agradecer a Dios, etc.), el predicar el evangelio, o el “anunciar las buenas noticias”, es una obligación, es un mandato, es un deber. No está en el campo de lo opcional, o de aquello sobre lo cual podamos excusarnos, sino que se nos ha impuesto el deber y la obligación de hablar de Cristo.

Los apóstoles Pedro y Juan, en el comienzo del mover del Espíritu Santo y la conformación de la Iglesia, según el relato del libro de Los Hechos de los Apóstoles, también lo entendieron así, y lean como lo expresa el texto: Los llamaron y les ordenaron terminantemente que dejaran de hablar y enseñar acerca del nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan replicaron: —¿Es justo delante de Dios obedecerlos a ustedes en vez de obedecerlo a él? ¡Júzguenlo ustedes mismos! Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hechos 4. 18-20).

¿Y cómo lo hemos entendido nosotros? ¿Creemos que está reservado sólo para los “predicadores”?, o, ¿sólo es posible hacerlo en un templo, en un día y hora determinados? Queridos hermanos y hermanas, hoy más que nunca cómo lo he venido compartiendo estos últimos días, ésta obligación sigue estando plenamente vigente para todos aquellos que hemos sido alcanzados por la Gracia y el Amor de Dios. ¡Muchos necesitan oír hablar de Él!

Te animo a que intenciones tu vida en ésta dirección entendiendo que, por ejemplo, todas aquellas relaciones interpersonales que Dios ha puesto a tu lado son, precisamente, para darles testimonio de Su Amor; al hacerlo, contribuimos a los propósitos de Dios y la extensión de Su Reino, sobre todo en un escenario de tribulación y angustia que hoy vivimos.

¡Pidámosle hoy a Dios nos ayude a hablar de Él con valentía, para que otros lo puedan conocer!

Pr. Guillermo Hernández P.