Reflexión 17 de Julio 2020
“—¿De dónde me conoces? —le preguntó Natanael a Jesús.
—Antes de que Felipe te llamara, cuando aún estabas bajo la higuera, ya te había visto. —Rabí, ¡tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel! —declaró Natanael.
Respondió Jesús—¿Lo crees porque te dije que te vi cuando estabas debajo de la higuera? ¡Vas a ver aun cosas más grandes que estas!” (Juan 1. 48-50).
Los versículos de hoy relatan el momento que vivió Natanael, uno de los primeros discípulos llamados por Jesús al iniciar su ministerio, según el relato del evangelio de Juan. Al parecer, la fe de Natanael causó admiración en Jesús y le anticipó la bendición de ser testigo de cosas aún mayores, a propósito de su fe sencilla pero profunda.
Pero el discípulo ya disponía de un corazón dispuesto a creer. Afloraron en él inmediatamente algunas de sus convicciones; le llama a Jesús “Hijo de Dios” y “Rey de Israel”, términos de profundos significados que al personificarlos en quién en ese momento estaba conociendo, sin duda era producto de la revelación que el Espíritu Santo le hacía.
Durante todo su ministerio Jesús debió luchar con la incredulidad del pueblo judío, como lo señaló el apóstol Juan en su evangelio “Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron” (Juan 1. 11). Y su Padre también debió luchar con la incredulidad de Israel en el desierto, y en gran parte de su historia. Hoy, no es diferente. Cada vez más el hombre se niega a creer, aún más, rechaza abierta y audazmente toda posibilidad de reconocer a Dios.
Pero ¿qué pasa en la Iglesia de Dios?, ¿qué sucede en nosotros? ¿hasta dónde nuestras convicciones influencian nuestra vida?, porque convengamos que se trata de eso. No es el desafío a entender racionalmente dogmas, postulados, o definiciones teológicas. Cómo tampoco se trata de una simple declaración de que “creemos” en Dios sin ninguna consecuencia visible en nuestra vida, cómo lo expresa el apóstol Santiago de manera irónica en su carta “¿Tú crees que hay un solo Dios? ¡Magnífico! También los demonios lo creen, y tiemblan” (Santiago 2. 19). Al menos los demonios “tiemblan”, dice Santiago.
La fe bíblica provoca “cambios”, la fe en Jesús tiene “consecuencias”. En el texto de hoy podemos apreciar que la fe sencilla de Natanael en Jesús, a quién había encontrado y conocido, le significó dejar todo para seguirle.
Se trata de una fe en acción, que se plasma en decisiones, actos y dichos. Una fe que no queda en la contemplación o la intención. Una fe a toda prueba. Y esta fue la clase de fe que vivieron y testificaron los discípulos y la Iglesia del primer siglo.
Hoy nos enfrentamos a instituciones, liderazgos, sistemas, doctrinas, tradiciones, etc., etc. y resulta difícil identificar en “que” y “quién” creemos. Se sigue al “hombre”, se lucha por el poder y la notoriedad, se enarbola la “doctrina” como lo más importante, se cuida celosamente la tradición, en fin.
Queridos hermanos y hermanas roguemos al Señor nos ayude a discernir su presencia y su voluntad, a ser sensibles a su palabra plasmada en la Biblia de modo de seguirle a Él, como él mismo lo dijo “¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece. Y al que me ama, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me manifestaré a él” (Juan 14. 21).
Volvamos a la fe sencilla en la persona de Jesucristo. El autor de Hebreos lo escribió bellamente al decir “Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe…” (Hebreos 12. 2). ¡Ayúdanos Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.