Reflexión 23 de Julio 2020
“Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho” (Juan 14:26).
El pasaje de hoy es parte del diálogo que sostuvo Jesús con sus discípulos la última noche, horas antes de ser arrestado, juzgado y crucificado. Necesitaba compartirles enseñanzas y promesas claves para reforzarlos en la fe, porque sabía los momentos duros que ellos iban a vivir una vez que Él no estuviera.
Sin duda que la principal promesa que les hizo fue que cuando él volviera a su Padre, vendría en su lugar el Espíritu Santo quién les “acompañaría siempre porque iba a estar en ellos” (Juan 14. 16, 17) recordándoles todo lo que Él les había enseñado, además de enseñarles otras cosas, como dice el texto de hoy. Incluso les dice “Les conviene que me vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes… ” (Juan 16. 7). El Dios trino, Rey del universo, vendría a vivir en ellos en la persona de su Santo Espíritu.
La promesa de Jesús a sus discípulos se concretó a los días después que Él volvió a su Padre, como lo relata el libro de los Hechos: “… estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos. Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo…” (Hechos 2. 1-4).
Pero la promesa de Jesús también nos alcanzó ya que también “recibimos” el Espíritu de Dios cuando fuimos perdonados, restaurados y salvados por Dios, por la fe en la sangre de Cristo derramada en la cruz. Pero no siempre somos conscientes de esta realidad espiritual que, si bien es cierto es difícil de explicar, la “debemos creer” porque Jesús lo prometió para los suyos.
El Espíritu Santo es una “persona maravillosa” que cambia nuestras vidas y continuamente nos ayuda, cómo a millones de genuinos hijos de Dios, pero Su presencia en nosotros requiere algunas consideraciones esenciales, como por ejemplo la humildad y la santidad en la vida del creyente.
La humildad, por cuanto requiere que nuestro “yo”, aquél que siempre anhela y desea hacer lo “suyo”, sin escuchar consejo alguno, sea dócil y manso para permitir que el Espíritu Santo lo pueda guiar. Esta es una lucha diaria y muy fuerte, pues la “voluntad humana”, con sus malos deseos e intenciones pecaminosas, es confrontada por el Espíritu Santo para hacer exactamente lo opuesto. Pablo lo decía de ésta manera: “… Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza pecaminosa. Porque ésta desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu desea lo que es contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que quieren” (Gálatas 5. 16, 17). Lo concreto es que no podemos hacer lo que queramos, ¿acaso esto no requiere humildad para aceptarlo y vivirlo?
Y santidad, por cuanto la promesa de Dios de vivir en nosotros requiere pureza. En este aspecto, el apóstol Pablo se los hizo presente a los hermanos de Corinto al escribirles, “Como tenemos estas promesas, queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación.” (2 Corintios 7. 1). El apóstol, al afirmar “purifiquémonos”llama a tomar decisiones para vivir una vida santa que nos permita experimentar la promesa de Jesús, aquella que le hizo a sus discípulos.
Queridos hermanos y hermanas, la realidad del Espíritu Santo permite disponer del poder de Dios en nosotros para anunciar y vivir Su evangelio en éste tiempo, continuando con la obra que Jesús le encargó a sus discípulos. Ésta tarea no ha terminado, hoy somos nosotros, por lo que debemos cambiar nuestra mentalidad y asumir el desafío que Jesús dejó a los suyos. Solo por la Gracia de Dios, somos depositarios de tan bella persona, pero con éste propósito.
Clamemos por ayuda a Dios para tener una mayor conciencia de Su presencia en nuestras vidas y de la gran necesidad que tenemos de someternos a Él, para que su Santo Espíritu verdaderamente nos guíe. El apóstol Pablo fue categórico al afirmar “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8. 14). ¡Ayúdanos Señor!
Pr. Guillermo Hernández P.